martes, 5 de marzo de 2013

La conversación (2)

333 Hoy te toca a ti, Gon, como siempre, ¿qué quieres decir?, nada, nada, Alba, eso que hoy me toca a mi, pero antes dile a Trini si la ves que me alegra mucho de su paso por Valverde de mis valverdes, ¿y Antonio Porpetta?, qué ojalá se conocieran porque vaya par de poetas…

LA CONVERSACIÓN (2)
No le quedó claro de que le hablaba su amigo, pero fue lo suficiente para abrir los ojos y comenzar mirar a su alrededor de otra manera. Ya no veía el monumento, ni sus detalles; ahora se afanaba en descubrir quien se estaba fijando en él. Así pasaron unos minutos, tal vez una hora, hasta que una sonrisa furtiva que a Graciela se le escapó, terminó por delatarla. Leo no cabía de gozo. Lo había mirado a él, le había sonreído a él. No había duda, ella era la mujer preciosa de la que le hablaba su amigo. Pero no fue hasta que llegó la hora de explicar las excelencias de la gran lámpara que colgaba sobre el techo del teatro, cuando a Leo se le presentó la oportunidad de tenerla cerca y aspirar el aroma a hembra que exhalaba su cuerpo. No la había reconocido, nunca podía imaginarse que la encontraría en aquella situación y vestida de aquella manera.


—¿A qué hora terminás? – se atrevió a susurrarle al oído.

Ella se hizo la remolona, fingió no haberse enterado y continuó con su trabajo, indicando a los visitantes por donde podían salir, y las escaleras que debían bajar para seguir el itinerario. Si al principio Leo estaba absorto con la grandiosidad de todo lo que le rodeaba, ahora no le interesaba lo más mínimo nada de lo que había a su alrededor. Sus cinco sentidos se centraron en la muchacha, en sus gestos, en sus manos, en sus ojos, sus labios. Procuraba ponerse siempre lo más cerca posible de ella, abriéndose paso entre sus compañeros de grupo de una u otra manera. Casi no se reconocía a si mismo. ¿Cómo había sido capaz de susurrar aquella frase?-¿Por qué estaba comportándose así, él que era tan tímido?

La visita iba transcurriendo en estos términos y apenas quedaba un suspiro para que terminase, cuando de improviso Graciela miró a Leo fijamente y le telegrafió una hora:

—A las diez.

Éste levantó las dos manos abiertas como un abanico, y ella movió la cabeza de arriba abajo, luego desapareció por una puerta lateral del pasillo. Leo consultó el reloj de su muñeca ¡faltaban veinte minutos para que se cumpliese la hora!, así que salió a la calle y se puso a masticar chicle, ardiendo en deseos de fumarse un cigarro. Pasaron las diez, y cuando la manecilla del minutero amenazaba con llegar al número tres, no pudo aguantar más y se fue al guardia de seguridad, a preguntarle por donde salían los empleados. Éste se lo indicó amablemente, se fue al lugar, no la vio, preguntó, nadie sabía, hasta que la puerta de salida del personal se cerró definitivamente. Le dio la vuelta a toda la manzana tratando de encontrar si no otra puerta de salida, al menos un rastro de su aroma, una traza, una señal donde pudiera orientarse, pero fue inútil, Graciela había desparecido. Volvió al siguiente día, le estuvo preguntando a otros guías, pero ni se acordaba de su nombre, ni le dejaban claro quien podía ser. Se marchó. Comenzaba a dudar de lo real de su existencia.

Leo seguía yendo por el Parque Las Heras, a veces con la recua de perros, otras con sus pensamientos. Los martes a las siete se apuntaba al grupo de visitas guiadas del Teatro Colón por si la veía, por si encontraba alguna pista, pero no la encontró lo que buscaba. Hasta que un día, un domingo por la mañana, mientras deambulaba absorto por los tenderetes de artesanía del mercadillo de La Recoleta, la vio. Seguro que era ella: iba vestida igual que el día de los perros - nada que ver con la majestuosidad del Teatro Colón – vaqueros, botines y esa blusa entallada que lo traía loco. Atendía el puesto acompañada de otros jóvenes con los que departía amigablemente. Ella no se había dado cuenta de su presencia, y él no sabía que hacer para acercarse, comprobar que no estaba equivocado y entablar, a ser posible, la ansiada conversación.

Se apoyó en el lateral del tenderete, comenzó a manosear los objetos que se exponían, a mirar sus precios, a observar a los clientes y a prestar atención a sus labios. Quería oírla, saber de qué hablaba, averiguar el grado de amistad que la unía con aquella gente, pero había demasiado ruido para poder enterarse de nada, y aunque esto le servía al mismo tiempo para pasar desapercibido, comenzaba a desesperarse porque no encontraba la forma de aproximarse a ella y comprobar su reacción. Apenas levantaba la cabeza, porque temía que le mirase a los ojos y no sabría qué decirle; se dio media vuelta como para coger fuerzas y abrir la boca, miró a la fachada de la Iglesia del Pilar, cogió aire y se quedó mudo al comprobar que en ese intervalo de tiempo, la chica rubia, su anhelado deseo, había vuelto a desaparecer una vez más casi por arte de magia. Se alteró, soltó el objeto que tenía en las manos, y comenzó a moverse de un lado a otro, abriéndose paso entre el bullicio, tratando de encontrar aquella blusa que ya tenía grabada en su sien. Pero había demasiada gente, la tarea no era fácil, además ¿por dónde habría salido? Volvió al tenderete, preguntó por ella, le dijeron su nombre, insistió y le indicaron por donde había salido. Tuvo que meterse entre dos puestos de venta casi atropellando al vejete que ofrecía mate y café con leche; se situó en las traseras de los puestos, alzó la vista pero no veía más que cabezas que deambulaban de una lado a otro, sin llegar a descubrir la cabellera rubia que le traía de tan mala manera. No quiso preguntar mas detalles a sus amigos para evitar que pensaran que se trataba de un loco, aunque ya casi lo estaba. El parque, el teatro y ahora esto. ¿Cuántas pruebas más era necesario pasar para entablar su ansiada conversación? El ambiente en toda La Recoleta era festivo con improvisadas calles de tenderetes que se extendían hasta las puertas de la Facultad de Derecho. La mañana, inmensa de luz, era propicia a que en los espacios libres la gente retozaran en el césped con sus termos de agua caliente y sus matecitos, que pasaban de uno a otro. Algunos niños jugaban al fútbol y los guardias con sus petos fluorescentes hacían rondas en solitario, vigilando la acción de posibles desaprensivos. Todo era paz, menos la cabeza y el corazón de Leo, que estaban a punto de encender la luz roja de emergencia. De repente, en medio del desamparo, sintió que alguien le tocaba en el hombro: era un amigo, el mismo que le advirtió en el Teatro Colón de las intenciones de la muchacha, y el mismo que en esta mañana donde todo parecía perdido, le vino a abrir de nuevo las puertas de la esperanza.

—Leo, boludo ¿te acordás de la rubia del teatro?

A Leo casi se le salen los ojos de sus orbitas.

—Acabo de verla tomar un colectivo.

—¿Dónde? – interrogó nervioso al amigo.

—Allá – le señaló con el dedo- ... ¿pero dónde vas?..

.../...Continúa en La coversación (y 3)

1 comentario:

  1. Espero que esta vez si la encuentra, lleve también abierta las puertas del valor y se decida a dar el paso.
    Hace tiempo escribí una prosa titulada "Columpiado por la duda" y este chico, salvando las diferencias de edad va por el mismo camino .

    Abrazos

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¿Y ahora qué? ¿No me vas a decir nada?